Una vez más iba tarde a una de esas comidas familiares domingueras. No debería ser tan estresante para la banda (la familia) llegar tarde a esos compromisos… de todos modos debería ser considerado un halago que con una cruda encima y con la única obligatoriedad de rascarse la verija en el sagrado día domingo decidamos trasladarnos fuera de casa para pasarlo con la parentela.
En uno de los semáforos pude ver a otro de los desesperados que querían llegar a su destino a la de ya (quiero hacer énfasis… ERA DOMINGO) y tuve una epifanía. Como una figura de Tetris la inmunda carcacha del conductor mencionado se fue a depositar en el único espacio vacío que estaba entre los autos del semáforo. Se tuvo que cambiar de carril, tuvo que hacer una peripecia pero se metió en ese maldito agujero. Lo hizo para llenar el vacío… literal o figuradamente.
Unas copas de alcohol me inspiraron para escribir el resto, porque creo que todos los seres humanos somos así. Todos en un sentido u otro estamos destinados a eso. Llenar vacíos. Es nuestra trágica condición. Cuando éramos bebés teníamos todo y de repente nos quitan la chichi, tenemos que llenar el vacío que deja la chichi con una mamila y así sucesivamente.
Los diabéticos llenan el vacío con Splenda, los jóvenes sus perspectivas del futuro con alcohol, los faltos de amor buscan el sexo, los pecadores con Dios, los inseguros con un auto deportivo, las que no aman a sus maridos vaciando las tiendas con su tarjeta de crédito.
Pero todavía más allá de llenar los vacíos mundanos con muebles, autos, ropa y tonterías (que son eternos monumentos a la sed de llenarlos), creo que nadie me podrá discutir que los vacíos más difíciles de cubrir son las personas que nos dejan. Esas personas que nos dieron tanto de sí y de sus esencias que las hicimos parte de nosotros. No hay nada tan terrible como el vacío de perderlas.
Eventualmente nos volvemos quimeras, funcionamos como Frankensteins con una esencia que más que “nuestra” se compone de los pedazos que podemos recoger en nuestro eterno andar por la vida.
Y es que tenemos que recoger esas esencias nuevas, como nuevos brazos, ojos, piernas… todo para volver a caminar de nuevo. No soportamos esos momentos de vacío desesperante donde nada importa realmente, donde un día es igual al anterior mientras el tiempo sigue su marcha y nos sentimos como una pequeña hoja quemada bajo el sol con una lupa. El vacío nos aterra, todo parece tan enorme y tan lejano… no hay donde esconderse en tan infinita vastedad.
Tal vez llenarnos nuevamente no es la solución. Tal vez, como en la “Historia sin Fin” tenemos que enfrentar a la Nada como Atreyu lo hizo, aceptarla como parte de nosotros, saber que ahí está y brillar sin tener que justificar nuestra existencia. Sobre todo, sin tener que reemplazar a las personas que una vez fueron parte de nosotros.
Los espero el próximo jueves en el Rincón del Reptil, el lugar más filosófico de “Da Nathing Box”.
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